Nerón no quemó Roma, Cleopatra no se suicidó con un áspid, los espartanos no eran trescientos en la batalla de las Termópilas, el Cid no conquistó Valencia después de muerto, Boabdil no lloró al perder Granada, la Inquisición ajustició más en el norte de Europa que por estas tierras, la gripe española no tuvo su origen en España. La lista de mentiras históricas podría prolongarse indefinidamente.
La Historia ha sido siempre un terreno permeable a los intereses políticos. Así la mala fama de Nerón, Calígula y otros emperadores de la dinastía Julio-Claudia es consecuencia de la propaganda de su sucesora, la dinastía Flavia. La saña del Santo Oficio viene exagerada por la leyenda negra urdida en Inglaterra. La atribución a España del origen de la pandemia más mortífera del siglo XX se debe al hecho de que nuestro país, al margen de la Primera Guerra Mundial, era el único que llevaba registro fidedigno de estas defunciones. Somos especie esencialmente fabuladora y preferimos un buen relato a una crónica verdadera y, normalmente, menos épica.
Los historiadores honestos intentan reconstruir los hechos tal y como ocurrieron, en general con escaso éxito. Ni siquiera hoy, en plena era de la información, nos libramos de visiones distorsionadas. Y es que la información no busca la verdad sino la difusión. Y con excesiva frecuencia la falsificación favorece la difusión. Ni siquiera en los espacios pretendidamente científicos podemos estar seguros de los contenidos. La necesidad de entretener se ha impuesto en muchos documentales introduciendo elementos fantasiosos. Abundan las reconstrucciones infográficas de dinosaurios improbables, secretos templarios, explicaciones conspirativas de eventos transcendentes o biografías de personajes de dudosa existencia como Moisés o la Magdalena... Y no sólo la dictadura de la audiencia. Los intereses en juego también hipotecan nuestro acceso a la verdad. El último libro de Al Gore revela la compra de voluntades científicas para desactivar las alarmas sobre el cambio climático.
Pero la manipulación más sutil es la que impone el pensamiento dominante. Por esta vía y haciendo una interpretación sesgada de las teorías de género, encuentra arraigo la idea, justificante de numerosas acciones políticas, de que la identidad sexual es una construcción cultural. En realidad es al revés. La cultura es una construcción hormonal. Y así lo confirma la Paleontología, la Historia, la Antropología y la Biología. La distribución por sexos de los seres vivos fraguó hace setecientos millones de años y, al margen de toda influencia cultural, generó comportamientos claramente diferenciados. Hombres y mujeres formamos parte y somos consecuencia de este principio evolutivo. Esto no quiere decir que en nuestra cultura no hayan surgido coartadas ideológicas que legitimen la posición social de machos y hembras, pero son la consecuencia y no la causa de las diferencias sexuales. Se puede y se debe combatir su injusta anacronía, pero no se puede falsear el prototipo. Por otra parte, rigurosas encuestas demuestran que entre las mujeres hay menos diversidad en coeficientes de inteligencia y modos de comportamiento.
Es decir, que la diferencia entre tontos y listos o entre buenos y malos es mayor en ellos que en ellas. Los listos y eficaces no son abundantes pero son muy listos y muy eficaces, lo que les lleva a destacar. También los tontos y malvados lo son en gran medida. Por eso cárceles, centros de acogida y otros guetos están poblados de hombres más que de mujeres. No está claro que la verdad nos haga libres pero, al menos en este terreno, pude contribuir a apaciguar una guerra entre sexos que, con las actuales garantías de igualdad, sólo beneficia a sectores ideológicos constituidos ya en grupo de poder.
CAROLINA GONZALEZ
La Historia ha sido siempre un terreno permeable a los intereses políticos. Así la mala fama de Nerón, Calígula y otros emperadores de la dinastía Julio-Claudia es consecuencia de la propaganda de su sucesora, la dinastía Flavia. La saña del Santo Oficio viene exagerada por la leyenda negra urdida en Inglaterra. La atribución a España del origen de la pandemia más mortífera del siglo XX se debe al hecho de que nuestro país, al margen de la Primera Guerra Mundial, era el único que llevaba registro fidedigno de estas defunciones. Somos especie esencialmente fabuladora y preferimos un buen relato a una crónica verdadera y, normalmente, menos épica.
Los historiadores honestos intentan reconstruir los hechos tal y como ocurrieron, en general con escaso éxito. Ni siquiera hoy, en plena era de la información, nos libramos de visiones distorsionadas. Y es que la información no busca la verdad sino la difusión. Y con excesiva frecuencia la falsificación favorece la difusión. Ni siquiera en los espacios pretendidamente científicos podemos estar seguros de los contenidos. La necesidad de entretener se ha impuesto en muchos documentales introduciendo elementos fantasiosos. Abundan las reconstrucciones infográficas de dinosaurios improbables, secretos templarios, explicaciones conspirativas de eventos transcendentes o biografías de personajes de dudosa existencia como Moisés o la Magdalena... Y no sólo la dictadura de la audiencia. Los intereses en juego también hipotecan nuestro acceso a la verdad. El último libro de Al Gore revela la compra de voluntades científicas para desactivar las alarmas sobre el cambio climático.
Pero la manipulación más sutil es la que impone el pensamiento dominante. Por esta vía y haciendo una interpretación sesgada de las teorías de género, encuentra arraigo la idea, justificante de numerosas acciones políticas, de que la identidad sexual es una construcción cultural. En realidad es al revés. La cultura es una construcción hormonal. Y así lo confirma la Paleontología, la Historia, la Antropología y la Biología. La distribución por sexos de los seres vivos fraguó hace setecientos millones de años y, al margen de toda influencia cultural, generó comportamientos claramente diferenciados. Hombres y mujeres formamos parte y somos consecuencia de este principio evolutivo. Esto no quiere decir que en nuestra cultura no hayan surgido coartadas ideológicas que legitimen la posición social de machos y hembras, pero son la consecuencia y no la causa de las diferencias sexuales. Se puede y se debe combatir su injusta anacronía, pero no se puede falsear el prototipo. Por otra parte, rigurosas encuestas demuestran que entre las mujeres hay menos diversidad en coeficientes de inteligencia y modos de comportamiento.
Es decir, que la diferencia entre tontos y listos o entre buenos y malos es mayor en ellos que en ellas. Los listos y eficaces no son abundantes pero son muy listos y muy eficaces, lo que les lleva a destacar. También los tontos y malvados lo son en gran medida. Por eso cárceles, centros de acogida y otros guetos están poblados de hombres más que de mujeres. No está claro que la verdad nos haga libres pero, al menos en este terreno, pude contribuir a apaciguar una guerra entre sexos que, con las actuales garantías de igualdad, sólo beneficia a sectores ideológicos constituidos ya en grupo de poder.
CAROLINA GONZALEZ
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