Lejos de lo que pueda parecer, el hecho de ir al lavabo de dos en dos, de tres en tres o de cuatro en cuatro, es un hecho espontáneo e improvisado; no hay nada acordado de antemano que nos haga llegar al acuerdo de que, a tal hora, todas tendremos ganas de hacer pipi. Y es que el baño para las mujeres es algo más que una simple estancia utilitaria para sanar las necesidades biológicas. El baño, para nosotras, es una especie de confesionario.
Cuando las mujeres tenemos que ir al baño, sabemos de antemano que tendremos que esperar porque hasta nosotras mismas nos preguntamos que narices está haciendo la chica que ha entrado antes que nosotras. Por lo tanto, no hay nada mejor que una amiga para acompañarnos en la espera. Esos minutos en los que estamos paradas en medio de una puerta los usamos para comentar los momentos más destacados acontecidos hasta entonces: “¿has visto que Fulanito ha venido con pantalón blanco? ¡Como si fuese ya verano!” o “tía, lo mejor ha sido cuando te ha dicho lo del cine… yo creo que le gustas”. Entonces, esos comentarios desembocan en una conversación profunda de más de diez minutos olvidándonos, por completo, de lo que habíamos ido a hacer allí.
Otro de los motivos por los que vamos juntas al baño es por una cuestión práctica: necesitamos a alguien que nos aguante el bolso, la chaqueta, que nos de un clinex y que nos sujete la puerta para que no entre nadie. Además, siempre es mucho más confortable el momento de enfrentarse al espejo cuando hay una amiga al lado que estando solas. Ese es uno de los momentos decisivos de la velada: a las once de la noche, después de unas raciones y unas cuantas cervezas, las mujeres nos miramos al espejo y, como norma, nos vemos horrible. “Jo, ¡vaya cara! ¿Por qué no me has dicho que se me ha corrido el rimel? ¡Además, tía, he engordado un montón! ¡Este vestido me queda fatal!” Entonces tu compañera de baño se mira también y, al ver que ella experimenta las mismas sensaciones, tú te sientes más reconfortada.
Otro de los motivos por los que vamos juntas al baño es por una cuestión práctica: necesitamos a alguien que nos aguante el bolso, la chaqueta, que nos de un clinex y que nos sujete la puerta para que no entre nadie. Además, siempre es mucho más confortable el momento de enfrentarse al espejo cuando hay una amiga al lado que estando solas. Ese es uno de los momentos decisivos de la velada: a las once de la noche, después de unas raciones y unas cuantas cervezas, las mujeres nos miramos al espejo y, como norma, nos vemos horrible. “Jo, ¡vaya cara! ¿Por qué no me has dicho que se me ha corrido el rimel? ¡Además, tía, he engordado un montón! ¡Este vestido me queda fatal!” Entonces tu compañera de baño se mira también y, al ver que ella experimenta las mismas sensaciones, tú te sientes más reconfortada.
Después de cinco minutos os dais cuenta que seguir mirándoos es una tortura por lo que decidís daros unos retoques a base de brochazos: “oye, ¿tienes aquí la sombra de ojos negra?” “no, pero si quieres te puedo dejar el lápiz y te lo difuminas” “vale, tú coge lo que quieras…” Esta actividad puede durar de tres a cinco minutos lo que convierte, finalmente, la estancia en el baño en un periodo de, aproximadamente, veinte-veinticinco minutos.
Cuando volvemos a la mesa donde nuestros acompañantes varones nos esperan, nos damos cuenta de que ya hace un rato que sirvieron la cena, de que van por la tercera jarra de cerveza y que están metidos en una conversación profunda sobre el cambio climático. Como nosotras nos habíamos perdido la última parte, a lo que nos dedicamos es a dar vueltas con el tenedor por encima del plato que se ha quedado frío y, finalmente, decidimos no cenar (¿no habíamos dicho en el baño que habíamos engordado?) y centrarnos en averiguar si realmente a Fulanito le gusta Menganita. También, según lo elucubrado en el servicio. Pero, lo mejor de todo, es que ellos no se dan ni cuenta… ¡Benditos excusados masculinos!
Cuando volvemos a la mesa donde nuestros acompañantes varones nos esperan, nos damos cuenta de que ya hace un rato que sirvieron la cena, de que van por la tercera jarra de cerveza y que están metidos en una conversación profunda sobre el cambio climático. Como nosotras nos habíamos perdido la última parte, a lo que nos dedicamos es a dar vueltas con el tenedor por encima del plato que se ha quedado frío y, finalmente, decidimos no cenar (¿no habíamos dicho en el baño que habíamos engordado?) y centrarnos en averiguar si realmente a Fulanito le gusta Menganita. También, según lo elucubrado en el servicio. Pero, lo mejor de todo, es que ellos no se dan ni cuenta… ¡Benditos excusados masculinos!
Silvia Campillo
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